A pesar de que mis recuerdos estén siendo ya desdibujados
por el paso de los años y la vejez, nunca lo olvidaré.
Apenas habíamos entrado en lo que la historia conocería como
los felices años veinte y aún se respiraba el ambiente de posguerra en el aire.
En aquellos tiempos inestables en los que por mi tierra se soportaba a duras
penas el hambre, lo que los nuestros llamábamos «el sistema opresor» no dejaba
que cualquier obra de arte viera la luz. Solo conocían la libertad aquellas que
acataban los cánones de rigor establecidos por personas que, estoy seguro,
jamás habían leído a Joyce o a Byron. Y es que, sí, serían los felices años
veinte, pero esa felicidad se ahogaba en el Atlántico cuando trataba de llegar
a España.
Lejos del espectáculo, la fiesta y el charlestón, el
caciquismo y la explotación a la que los obreros nos veíamos sometidos no
dejaba mucho tiempo para cultivar la mente y los aficionados a la lectura no
teníamos tiempo ni para leer el título de la obra. Eso sí, cada vez que se nos
presentaba la oportunidad, los amigos de toda la vida, los del barrio,
quedábamos para echar un tute, hablar de lo mal que estaban las cosas o de que
el hijo de la frutera, que había salido poeta, se había ido a hacer las
américas. Es ahora, al pensar en todo lo que soltábamos aquellas tardes de
carajillo, cuando me doy cuenta de lo ciegos que estábamos y de lo vacua que
era nuestra lucha. No nos dábamos cuenta de que la verdadera revolución no era
insultar al jefe por detrás, sino ser artista. Ser algo que, aparentemente, no
sirve al sistema; que no produce, que no rinde beneficios materiales. Algo que
no es dinero.
Y yo me di cuenta, sí, pero tarde. Fue después de que Paco,
mi mejor amigo desde que el mundo es mundo, se matara en aquella caída del
andamio. Después de que a Rober se lo llevase un camión por delante cuando iba
a la fábrica cargado hasta los topes. Fue tras el accidente que dejó medio huérfanos
a mis hijos y a mí con un lado de la cama permanentemente frío y solo. Pero me
di cuenta.
Una noche, volviendo de la taberna en la que me ahogaba cada
día, tropecé con un cartel arrugado que alguien había tirado. Era uno de esos
que se podían permitir los pudientes, con papel del bueno y hecho a máquina.
Decía algo así como “Campamento de verano para jóvenes con inquietudes artísticas”.
El fondo, de un sutil salmón, hacía que las letras azules resaltaran con
fuerza. No sé si fueron los colores, los carajillos, la esperanza de un futuro
mejor o la palabra gratis, pero allí decidí mandar a mis chicos el primer mes
de verano. Mi Nando había sacado muy buenas notas, así que sabía que le
interesaría. En cuanto a los otros dos cafres… por lo menos estaría un mes sin
tener que rebozarlos con la chancla día sí, día también.
Lo recibieron como un premio, aunque en el caso de los dos
pequeños poco había que premiar, y una semana antes hicieron las maletas. “No
se nos puede olvidar nada, padre. Para una vez que salimos del barrio…”. Y
razón no les faltaba, porque, para ser sinceros, los pobres chavales llevaban
toda su vida viendo lo mismo.
Un mes de cartas después, cuando volvieron a las calles que
les vieron nacer, mis hijos no eran mis hijos. Eran unos chavales unos
centímetros más altos, unos cuantos libros más listos y algunas líneas más
revolucionarios. Me temía lo peor, pero no. Los tres supieron aprovechar ese
mes y dieron forma a todas sus experiencias. El que no contaba en un papel cómo
en los campos y las fábricas se nos explotaba, lo pintaba; aquel que no
ilustraba al cacique de turno comprando votos, esculpía un bigotudo barrigón
lanzando billetes con una mano y empuñando un revolver con la otra.
Estaba orgulloso de mis hijos. Estoy orgulloso de ellos. No
llegaron a ningún sitio. No fueron famosos por sus obras. Su arte nunca vio la
luz y jamás se conocieron sus nombres. Sin embargo, nunca se dejaron pisar.
Prefirieron cruzar el charco, aprender sobre otra cultura y otro idioma que
seguir aguantando la vida que había soportado su padre.
Mis hijos, los artistas, decidieron luchar y vivir. Pintar y
escribir. Prefirieron el arte al miedo.
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Angy Miró M.
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