sábado, 17 de diciembre de 2016

Líneas del cambio.

A pesar de que mis recuerdos estén siendo ya desdibujados por el paso de los años y la vejez, nunca lo olvidaré.
Apenas habíamos entrado en lo que la historia conocería como los felices años veinte y aún se respiraba el ambiente de posguerra en el aire. En aquellos tiempos inestables en los que por mi tierra se soportaba a duras penas el hambre, lo que los nuestros llamábamos «el sistema opresor» no dejaba que cualquier obra de arte viera la luz. Solo conocían la libertad aquellas que acataban los cánones de rigor establecidos por personas que, estoy seguro, jamás habían leído a Joyce o a Byron. Y es que, sí, serían los felices años veinte, pero esa felicidad se ahogaba en el Atlántico cuando trataba de llegar a España.
Lejos del espectáculo, la fiesta y el charlestón, el caciquismo y la explotación a la que los obreros nos veíamos sometidos no dejaba mucho tiempo para cultivar la mente y los aficionados a la lectura no teníamos tiempo ni para leer el título de la obra. Eso sí, cada vez que se nos presentaba la oportunidad, los amigos de toda la vida, los del barrio, quedábamos para echar un tute, hablar de lo mal que estaban las cosas o de que el hijo de la frutera, que había salido poeta, se había ido a hacer las américas. Es ahora, al pensar en todo lo que soltábamos aquellas tardes de carajillo, cuando me doy cuenta de lo ciegos que estábamos y de lo vacua que era nuestra lucha. No nos dábamos cuenta de que la verdadera revolución no era insultar al jefe por detrás, sino ser artista. Ser algo que, aparentemente, no sirve al sistema; que no produce, que no rinde beneficios materiales. Algo que no es dinero.
Y yo me di cuenta, sí, pero tarde. Fue después de que Paco, mi mejor amigo desde que el mundo es mundo, se matara en aquella caída del andamio. Después de que a Rober se lo llevase un camión por delante cuando iba a la fábrica cargado hasta los topes. Fue tras el accidente que dejó medio huérfanos a mis hijos y a mí con un lado de la cama permanentemente frío y solo. Pero me di cuenta.
Una noche, volviendo de la taberna en la que me ahogaba cada día, tropecé con un cartel arrugado que alguien había tirado. Era uno de esos que se podían permitir los pudientes, con papel del bueno y hecho a máquina. Decía algo así como “Campamento de verano para jóvenes con inquietudes artísticas”. El fondo, de un sutil salmón, hacía que las letras azules resaltaran con fuerza. No sé si fueron los colores, los carajillos, la esperanza de un futuro mejor o la palabra gratis, pero allí decidí mandar a mis chicos el primer mes de verano. Mi Nando había sacado muy buenas notas, así que sabía que le interesaría. En cuanto a los otros dos cafres… por lo menos estaría un mes sin tener que rebozarlos con la chancla día sí, día también.
Lo recibieron como un premio, aunque en el caso de los dos pequeños poco había que premiar, y una semana antes hicieron las maletas. “No se nos puede olvidar nada, padre. Para una vez que salimos del barrio…”. Y razón no les faltaba, porque, para ser sinceros, los pobres chavales llevaban toda su vida viendo lo mismo.
Un mes de cartas después, cuando volvieron a las calles que les vieron nacer, mis hijos no eran mis hijos. Eran unos chavales unos centímetros más altos, unos cuantos libros más listos y algunas líneas más revolucionarios. Me temía lo peor, pero no. Los tres supieron aprovechar ese mes y dieron forma a todas sus experiencias. El que no contaba en un papel cómo en los campos y las fábricas se nos explotaba, lo pintaba; aquel que no ilustraba al cacique de turno comprando votos, esculpía un bigotudo barrigón lanzando billetes con una mano y empuñando un revolver con la otra.
Estaba orgulloso de mis hijos. Estoy orgulloso de ellos. No llegaron a ningún sitio. No fueron famosos por sus obras. Su arte nunca vio la luz y jamás se conocieron sus nombres. Sin embargo, nunca se dejaron pisar. Prefirieron cruzar el charco, aprender sobre otra cultura y otro idioma que seguir aguantando la vida que había soportado su padre.

Mis hijos, los artistas, decidieron luchar y vivir. Pintar y escribir. Prefirieron el arte al miedo.

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Angy Miró M.

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viernes, 30 de septiembre de 2016

IV Inspiración y amor.

Igual que la luna,
tenía un lado oscuro que nadie veía.

Ni siquiera el más osado de los astronautas
se había atrevido jamás
a navegar por su universo.
Nunca nadie había tenido el valor
de saltar sobre sus precipicios y volcanes.
Nunca.
Nadie.

Pero llegó Ella.
Vestida de azul
a lomos de un cuervo blanco
que cantaba a esperanza.
No tiene sentido, ¿verdad?
Por eso es Ella.

La que salta desfiladeros
y navega entre galaxias.
La que hace que los vientos
se beban los mares.

La que juega al ajedrez con las estrellas
y gana al mismísimo Morfeo
en cada batalla nocturna.

Ella.
La que la despierta.
La que asalta y abandona
y llega y arrasa.

La que ve el lado oscuro.
La que te hace verlo.
La que seca tintas y quema árboles.
La compañera de su compañero.

Ella era lo que la joven del lado oscuro necesitaba.
Lo que no sabía es que ella lo necesitaba también.
Tenían eso en común.
El astronauta.
El navegante.
El saltador.
El contrincante de ajedrez.
El fuego.
Todo acaba reducido a eso.
Angy Miró M.

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sábado, 17 de septiembre de 2016

V~

Mamá, me he enamorado.
De la vida,
de la lluvia…
y de una mujer.

Sí de una mujer.
No una chica ni una chavala.
Una MUJER.

Que sabe lo que quiere.
Que lucha, que sueña,
que ríe y llora.
Que siente.

Mamá, me gustaría que la conocieras.
Que la escucharas y la leyeras.
Que se te pusiera la carne de gallina
como me pasa a mí
cada vez que la leo.

Me gusta.
¡Joder que si me gusta!
Más que un buen café un lunes
y una cerveza un jueves.

Siente.
Como nadie.
Como nunca.
Siente tanto que te hace sentir pequeña,
ridícula.

Ridículo, ¿no?
Pues no.
Ridícula su voz,
que, sin ser mano, acaricia
y sin ser piedra, golpea.
En el fondo.
En lo más hondo.
Dentro.

Y, joder, que es como la lluvia
que choca contra el cristal en una tarde tormentosa.
Necesitas sentirla, pero te da miedo mojarte.
Temes el resfriado.
La resaca de después.

Y como la lluvia,
inspira.
Te aborda y ahoga.
Te mata.
Me mata.

Dijo una vez que quería
que alguien la hiciese hogar.
Lo que no sabe es
que ella sola alberga,
sin necesidad de tener a nadie a su lado,
todo lo que te puedas imaginar.
Bueno y malo.

Porque como MUJER con mayúsculas que es,
tiene una horda de demonios a sus espaldas.
Sí, a sus espaldas.
Porque los superó.
Porque los pudo.
Porque lo vale.
Mucho.

Mamá, me gusta.
He cometido el tremendo error
de fijarme en la poesía de sus ojos
y en la mirada de su alma y,
joder, se ha metido en mi cabeza
y juega al ajedrez con la cordura.
De momento va ganando.
Yo le presto mi ayuda.

Mamá, me gusta
una mujer
con mayúsculas.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Sobre la libertad de expresión.

—Yo cre…
—¡Calla!
—Ya, pero pien…
—¡No hables!
—Pero es que…
—Shh
—Es que cre…
—¡Silenc…
—¡No! ¡Voy a hablar! Formo parte de una especie que ha conseguido inventar un código lingüístico. Tengo el derecho y la obligación moral de expresar mi opinión y tú me vas a dejar.
«Estoy cansada de esta sucesión de atropellos desmedida. Llevamos demasiado tiempo sufriendo y aguantando el peso del silencio. A diario vemos cómo personas, como es el caso del famoso Alfon, son castigadas por pensar, por tener opiniones críticas y, sobre todo: POR EXPRESARLAS.
Yo no digo que se deba imponer la más puta anarquía de las palabras, ni mucho menos. Lo que defiendo es tan simple como natural. Quiero, queremos, que todos los seres humanos podamos expresarnos sin miedo a las consecuencias. Que tu vecina y tú podáis tener una conversación argumentada sobre política, por ejemplo, y que, a pesar de tener opiniones dispares, no se castigue a nadie.

Defendemos el derecho a hablar.

No a hablar basándose en el bocachanclista lema del “todo vale”. Para nada. Hablar es mucho más que emitir sonidos. Es difundir las ideas. Es demostrar respeto hacia los demás y hacia una misma. Es socializar con el entorno. Es pasión por la libertad y, lo más importante: es mi derecho. Y el tuyo también.

¡Jolín! Es que es verdad. ¿Cuántas  veces hemos oído la frase “tú no hables, que eres muy joven para opinar”? ahí, están arrebatándoos vuestro derecho y podéis e incluso debéis protestar.

No en vano, debéis saber que, al igual que en nuestro sistema de protección, el derecho a la libre expresión también necesita un paracaídas que lo proteja y un abrigo que lo resguarde. Esa infraestructura sois vosotras y vosotros. Somos TODOS. Porque en este mundo loco nadie te va a dar nada. Tienes que defenderlo tú, porque es algo intrínseco al ser humano. Es tu segunda piel. No puedes permitir que te quiten tu identidad, tu opinión, tus pensamientos.

¿Cuántas personas han perdido su derecho a la vida por ejercer su derecho a la libre expresión? Apuesto a que a todo el mundo se le viene a la cabeza, al menos, un ejemplo.

En fin…todo esto, este ejercicio de mi derecho que acabo de hacer, solo son palabras. Pero, y esto es muy importante, recordad que la palabras pueden explotar, pueden salvar, pueden curar y pueden cambiar. Así que, desde aquí, os lo pido por favor: poded.

HABLAD.»
Angy Miró M.

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martes, 6 de septiembre de 2016

Ítaca.



Y cuando por fin has llegado a Ítaca, te das cuenta de que todo lo pasado ha sido solo el principio de la aventura. Adviertes que las sirenas de falsos cantos y los monstruos te estaban preparando. Que el loto que te hizo olvidar tenía fecha de caducidad y que, hasta la más brava de las olas que te mandó Poseidón no te hundían. Te hacían fuerte. Impermeable. 

Y llegas a eso que llaman vida como la buena novata vital que eres y aprendes. Y aprehendes. Y te das cuenta de que no es que no encajases en el mundo, es que estabas en el puzle equivocado. Como si tu rinconcito de este balón chato te estuviese esperando con una manta y un abrazo de árbol para hacerte saber que lo has conseguido; que has llegado a Ítaca. Como si tuviera que tener una velita preparada para que cuando llegues te ilumine el camino hacia todas esas aventuras que están por descubrir. 

Y a Ítaca llegan otros barcos. Otros náufragos vitales que, empapados, te saludan y reciben con una sonrisa. Esas otras piezas de tu puzle que tampoco encajaban. Las hay amarillas, verdes, rojas y azules; grandes y pequeñas; redondas, cuadradas, trianguares,… Entonces Zeus hace que la chispa aparezca y que todas esas piezas que no encajaban, que tenían frío y que se ahogaban en el mar de piezas corrientes, se unan. Y encajan. Encajan mucho. Muy bien. Y no se pueden separar, porque han llegado a Ítaca.

Angy Miró M.

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martes, 23 de agosto de 2016

Fotografías verbales I. ESA mirada.



Aún lo recuerdo. Aún recuerdo la primera mirada que cruzamos. Recuerdo que era de noche y la fiesta estaba en su punto más álgido. Yo volvía de rellenar el vaso y él… supongo que iría a lo mismo. Solo una mirada. Una mirada bastó para que él quedara clavado en mi memoria para lo que parece que será mucho, mucho tiempo.

Siempre me han enamorado las miradas profundas y los ojos claros pero esta… esta iba más allá. Nuestra vista apenas se cruzó unos segundos, pero en ese breve instante pude ver mucho más allá de ese par de ojos negros. Pude ver una fiera atada, enjaulada esperando a ser librada. Alguien que se opone absolutamente a todo. Alguien salvaje. Sus largos cabellos negros enmarcaban esa mirada que, como un torrente, te invadía. Las cejas, con el ceño fruncido, daban aún más carácter a esa mirada.
El rictus serio y la piel de un tono bastante más claro que el mío iban acorde con la vestimenta. Una gabardina negra encima de una camiseta del mismo color y unos vaqueros muy oscuros. Salvaje. 

Su apariencia al más puro estilo gótico contrastaba con la de su amigo. Él era un punky de los de manual. La cabeza rapada entera a excepción de una franja central, que llevaba peinada en forma de cresta de color verde. Una camiseta sin mangas y deshilachada con el dibujo de un grupo de ska complementaba sus pantalones ceñidos negros. Ambos estaban bien torneados, aunque el propietario de la mirada que me cautivó no mostrara los brazos. Lo sabía. Lo intuía. Una mirada así te dice mucho más. No. No pegaban para nada. Supongo que por eso serían amigos y por eso atraían tantas miradas.

Deseé tener una cámara, para poder inmortalizar la fiereza de esa mirada que se colaba a través de sus pestañas y que te arrollaba casi hasta la locura. Pero no tenía ninguna, así que me aseguré de recordar cada detalle. Cada destello de luz entre tanta oscuridad. Cada escalofrío que producía ese par de ojos. Y, en cuanto tuve la ocasión, lo retraté como mejor sé hacer: con palabras. 

Y es que no os imagináis lo magnético que resultaba. Nunca me habían llamado mucho la atención los ojos negros, creo que no les prestaba demasiada atención a no ser que su mirada me llamara, pero estos… Estos superaban a cualquier iris azul o verde que hubiera visto hasta entonces. Era casi una mirada sobrehumana, de las que ven tu alma y la violan, entregándosela al mismísimo rey de los infiernos. Una mirada propia de un dios clásico puesta en el cuerpo de un joven gótico con aires torturados y con el magnetismo suficiente como para que la mirada no fuera lo único que se clavaba en tu memoria. 
 
Pero, y esto es lo más llamativo, es en lo que he querido centrar esta fotografía verbal. En lo magnético. En lo atractivo. En lo profundo. En el recuerdo de ese par de puertas oscuras. En las ventanas de su alma salvaje.

Angy Miró M.


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