«Y aquí estoy yo, a las 2:19 de la
madrugada del día T, despierta aún. En mi cabeza no paran de sucederse imágenes
desgarradoras. Secuencias sin límite de finales alternativos. Finales que no puedo
ver. Que no quiero ver. Finales para algo que en principio no era nada. Algo que
empezó con pingüinos y sonrisas; algo mágico. Algo realmente curativo. Algo con
alma.
¿Cómo puede torcerse tanto algo
tan de por sí curvilíneo? ¿Cómo se puede, sin querer, ser tan voluble, tan
susceptible? ¿Cómo puede el pasado estropear el presente y nublar el futuro? Estas
son algunas de las cuestiones que en la madrugada del día T me quitan el sueño
y las ganas de sonreír. Estas y otras. Otras como por qué tu sonrisa brilla
cada día más o por qué tu mirada es cada vez más verde. O cómo puede ser que un
abrazo huela a hogar y un beso sepa a felicidad.
Y aquí vuelven a asaltar esas
malditas secuencias apocalípticas. Finales y finales. Finales bonitos y feos;
dulces, salados, agridulces y con sabor a tarta de chocolate blanco. Pero finales,
al fin y al cabo. Todos tienen cosas en común: hablamos, lloramos, nos
abrazamos, volvemos a llorar; en ninguna gritamos, claro, tú no eres de esas
cosas y a mí no me gusta hacerlo contigo. Tampoco nos pegamos ni nos insultamos;
pero tampoco nos reconciliamos, que es lo que más duele. Todas las imágenes
tienen algo diferente: un parque a orillas del río, una cafetería llena de
libros, un teatro, el salón, un banco… pero ningún paisaje ayuda. Todos son
grises y ninguno huele ya a tostadas, a hogar o zumo de sandía.
Duele. Duele la coraza y el
pasado. Duele el futuro y, ahora, también el presente.»
Angy Miró M.
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